COMUNIDAD DE LOS DESIGUALES

Marcus Steinweg

Traducción del alemán de Rafael Capurro
  
 
 
 
El autor de este texto es el filósofo alemán Marcus Steinweg (*1971). El título original es "Gemeinschaft der Ungleichen". Esta traducción será integrada en una publicación editada por Thomas Hirschhorn con motivo de la exhibición "7+1 Project Rooms" a cargo de Gerardo Mosquera en el Museo de Arte Contemporáneo de Vigo (Fundación Marco), España, que tiene lugar del 10 de octubre de 2008 al 15 de febrero de 2009.
El traductor agradece sugerencias y correcciones del Prof. Luis Tamayo Pérez (C.I.D.H.E.M., Cuernavaca, México) y del Prof. Oscar Krütli (Loma Bola, Provincia de Córdoba, Argentina)
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1. ¿Qué es una colectividad?

Llamo colectividad a una comunidad cuyos miembros sólo están unidos por la ausencia de una relación objetiva o absoluta. La colectividad no es quizá otra cosa que la comunidad sin comunidad evocada – si bien de manera diferente – por Georges Bataille y Maurice Blanchot. El lazo que une a  los sujetos conectados en la colectividad no existe o es sólo la no existencia fáctica de la relación. ¿Cómo es posible entonces imaginar una colectividad que se distinga radicalmente de todo otro tipo de construcción social basada en normas o criterios objetivos así como de comunidades absolutas que imploran un fundamento transcendente último? El término latino colligere, que significa juntar y recolectar, indica ya la dinámica del escoger, de la búsqueda de lo común. Colligere significa dejar divagar la mirada a fin de poner un mínimo de orden en la complejidad que es la realidad comenzando a agrupar sus elementos. En el acto de agrupar se ve, con razón, una violencia de simplificación y reducción. La colectividad, concebida más allá de lo comunitario, implica una resistencia frente a la idea de agrupación. La colectividad es evidentemente un grupo cuyos miembros son demasiado diferentes como para someterse a un principio unitario o a un ideal común. La colectividad en la que estoy pensando es una construcción infinitamente frágil. Sí, es una comunidad, pero de tal manera que tiene que arreglárselas sin un fundamento y una finalidad comunes. Es la comunidad de los sin-comunidad en el sentido que no confía en ningún otro tipo de lazo que el de la falta de relación. Es por eso que se debe decir simplemente que este tipo de comunidad no existe. Este es el sentido más extremo de la colectividad: su no-existencia e imposibilidad. Allí donde se forma o comienza a formarse una colectividad hay ya un mínimo de orden compartido o de consistencia de esperanzas y proyectos compartidos así como también de traición compartida respecto a la no existencia que es lo que constituye la colectividad. Cuando no existen medidas que regulan el dinamismo y la existencia de la colectividad tampoco hay una colectividad y sólo existe lo no-existencia o la pura posibilidad de un proyecto oculto latente. Siempre que se trata de la formación de una colectividad se pone en evidencia lo que debe permanecer cerrado: la colectividad misma como sueño, imposibilidad y latencia. Habría que buscar el sentido ontológico de la colectividad en la región de los sueños no siendo éstos más que engaños o fantasmas. Existe el sueño de un lenguaje que se comunica consigo mismo en forma pura y sin ambages, es el idealismo del escucharse hablar a sí mismo (1).

También existe el sueño de un sujeto que se manifiesta completamente en su propia evidencia, que relumbra casi desmaterializado, siendo éste el sueño de un alma que sobrevuela su corporeidad, el sueño de un Ego cogito eterno y autotransparente  Existe el sueño de un saber que tiene la necesidad de ausentarse de sí mismo a fin de estar completamente consigo mismo. Es un saber absolutamente idéntico consigo mismo, pura inteligibilidad. Existe el sueño de un futuro que se realiza hoy en cuanto se doblega bajo el pensar que anticipa. Existe el sueño de una comunidad que saca desde sí misma su sentido total, su violencia y plausibilidad, su estabilidad y permanencia. Sueño de una comunidad que, con buenas razones, es lo que es y que en suma existe. La colectividad, su apariencia en el espacio de la historia – de la textura histórica, social y política –, marca un sueño totalmente diferente a dichos sueños. La colectividad es un sueño que interrumpe a la conciencia puramente soñadora – a lo imaginario – llevándola hasta su límite. Es el sueño que se reconoce como lo imposible. La colectividad no tiene ningún tipo de apariencia en la historia que no fuese ya una auto-traición y ella no es al mismo tiempo otra cosa que esta apariencia auto-traidora, este sueño que se reconoce como sueño. Esto es lo que distingue a la colectividad de los fantasmas y sueños que surgen de la fantasía de una identidad fundamentada, garantizada y teleológicamente fija. En la colectividad se manifiesta el límite del fantasma de la identidad, puesto que ambas cosas, apariencia y no existencia, le pertenecen. (2)

La ausencia de criterios objetivos y absolutos hace de la colectividad una imposibilidad, es decir el sueño de una comunidad por encima de todas las particularidades e intereses. Y, sin embargo, la colectividad así entendida es algo diferente a la comunidad del nosotros de la subjetividad transcendental a la que se refiere Husserl. La subjetividad transcendental es la familia del nosotros de entidades autoconscientes que reciben, en base a su membresía y pertenencia al nosotros transcendental, el goce puro de la autorización ontológica. El ser parte del nosotros transcendental hace del sujeto empírico un miembro de la familia, dependiendo completamente de la ley familiar – en este caso de la ley que es la subjetividad transcendental misma, una ley que obliga a la autoidentidad. Lo que yo llamo colectividad es la figura soñada de una comunidad sin leyes, de sujetos que no confían en otra cosa sino en su singularidad y su soledad ontológica. Se trata de una confianza que, como toda confianza, no tiene fundamento, es ciega. La diferencia entre el sujeto de la subjetividad del nosotros y la singularidad de esta confianza hiperbólica se podría formular de la manera siguiente: el sujeto de la comunidad del nosotros no confía puesto que sabe. Es sujeto de su saber, sujeto de autoconciencia a quien le es dada originariamente su capacidad de orientación, un saber programado, que se sigue programando, permaneciendo dentro del marco de una identidad previamente otorgada. Es un sujeto encuadrado en sus certezas, opiniones, esperanzas y angustias, las cuales no lo van a tomar totalmente en su poder – de esto puede estar seguro – puesto que él sabe que se trata de alegrías y preocupaciones compartidas. Este sujeto no va a caer fuera del marco, no puede hacerlo. Se trata de un sujeto extendido completamente por sobre su familia ontológica. Todas sus experiencias son excursiones familiares. Ninguna experiencia lo puede conducir al límite de su familiaridad la cual le permite también conocer el límite de sus formaciones comunitarias.

Pero el sujeto que yo quiero llamar sujeto de la colectividad es un sujeto que está inmediatamente relacionado con el límite. Es un sujeto sin subjetividad. En lugar de sacar provecho del patrocinio transcendental de la subjetividad universal, este sujeto se mueve en su espacio con otros sujetos que están mucho más desamparados, mucho más desnudos en su espacio, que es su espacio vital. Este es una dimensión más allá de cualquier tipo de seguridad estructural o empírica, es un espacio vital y desnudo propio de un sujeto de desnudez o pobreza ontológica, entendiendo aquí por pobreza la riqueza de una existencia anterior o más allá de la identidad. El sujeto de la colectividad sueña, en medio de una realidad que es el mundo, el sueño de una colectividad de sujetos cuya asociación es sin identidad, es decir, sin presupuestos puesto que el mundo como mundo único es ya esto: espacio vital de sujetos que no deberían engañarse a menudo en lo que se refiere al contacto directo con lo inconmensurable o sea, finalmente, con la inconsistencia de sus vidas mismas.

¿Qué es una colectividad? Una colectividad es un sueño con valor de verdad.  Un sueño que es más que un sueño, sin por eso volverse ya realidad o posibilidad. El sujeto de la colectividad se mueve en el límite entre posibilidad e imposibilidad. No cesa de soñar el sueño de una humanidad sin exterioridad al mismo tiempo que reconoce que esta exterioridad es el espacio vital propio del ser humano. La colectividad es la relación de todos los seres humanos bajo la medida de la falta de medida a la que yo llamo lo inconmensurable o la verdad del sujeto, en tanto que verdad no quiere decir otra cosa que la no existencia de un segundo mundo. En la colectividad se realiza aquello que se opone a su representación en el espacio de las apariencias, es decir, el sueño de una comunidad de sujetos quienes, sin conocerse o comprenderse, comparten el espacio de sus vidas, dichas y humillaciones con el fin de explorar juntos y cada uno por sí mismo, en el aquí-y-ahora de un mundo compartido, nuevas formas de vida, un pensar nuevo, otra realidad.


2. Igualdad inconmensurable

¿Puede darse una igualdad de sujetos que no puedan confiarse en otra cosa sino en la ausencia de garantías sustanciales? ¿Cómo sería esta comunidad de iguales? ¿No sería, en primer lugar, una comunidad de aquellos que participan de lo inconmensurable? Lo inconmensurable es otro nombre de la ausencia y falta de fundamento con lo que se relaciona el sujeto en su singularidad irreductible y que le permite diferenciarse de los otros co-sujetos. El estar suspendido ontológicamente es algo que pertenece al sujeto. Pensar el concepto de igualdad, dándole un sentido más allá del estatuto de axioma normativo, implica conectarlo directamente con la categoría de sujeto entendido éste como soporte de su inconmensurabilidad, así como también de su estar desligado primordialmente de imperativos transcendentes. También implica su emancipación de contextos a los cuales rápidamente y con toda comodidad se lo subordina y que terminan por dominarlo completamente. Ser sujeto significa dar testimonio de inseguridad ontológica en relación con ambos polos. El sujeto no se lee en su pasado, del cual es el producto, ni tampoco se descrifra como efecto de una textura anónima y en este sentido ya trascendente. Al sujeto le es propio este ir más allá de sí mismo infinitesimal como objeto de afectos heterónomos. El concepto de igualdad debe abrirse, por tanto, a este exceso que pone de manifiesto la desigualdad del sujeto tanto consigo mismo como con los otros. La igualdad existe solamente aquí, en la dimensión de asimetría elemental. Ella es la aseveración de la que no puede liberarse ningún pensar que se autocomprenda como emancipado. Esto se debe a que el concepto de igualdad marca el corazón del auto-levantamiento de un sujeto que comienza a desligarse como objeto de decisiones ajenas. No en cuanto que niegue su estatuto fáctico de objeto para caer en la tentación idealista, sino en cuanto le quiten la base a la necesidad de dicha negación. No es por tanto contradictorio el ser al mismo tiempo objeto y sujeto. El corte kantiano del sujeto humano en las dimensiones de receptividad y espontaneidad, el cual tiene su continuación en la determinación heideggeriana de la existencia (Dasein) como proyecto arrojado, es ya un relacionar las dimensiones de objeto y sujeto o, para decirlo en categorías más antiguas, de finitud e infinitud del sujeto.

La idea de igualdad – presuponiendo que es una idea – tiene su campo de juego exactamente en esta fisura entre finitud e infinitud. Ella no puede asimilarse ni al orden de los hechos objetivos y de las regularidades que los controlan, ni a la esfera de soberaneidad absoluta. Sobre todo tampoco está en contradicción con la auto-igualdad del sujeto puesto que surge de la desgarradura que lo distancia  originariamente, es decir por definición, de sí mismo. Auto-distancia o auto-diferencia son el horizonte de la igualdad si no se la interpreta mal en el sentido de ser igual o de igualar. En el horizonte de la igualdad el sujeto se identifica con lo inconmensurable que impide una auto-inclusión válida en cualquier modelo de egoidad positiva. Lo inconmensurable no es entonces otra cosa que la imposibilidad de dicha auto-inclusión. Estando en contacto con esta imposibilidad el sujeto experimenta igualdad como una exigencia correlativa a la desigualdad fáctica que concierne tanto a su sí mismo como a su yo. La pregunta por la igualdad roza al yo fantasma el cual puede ser descrito como la fantasía fundamental de la metafísica occidental.

Es propio de esta fantasía que exija al sujeto que sea una unidad en sí mismo la cual resista a la posibilidad y al peligro de una dispersión última así como a una no-igualdad consigo mismo. Igualdad en el sentido de auto-igualdad significa construir una resistencia frente a la auto-pérdida dispersante del sujeto en la esfera de lo no-subjetivo la cual es la región de la materia, de los objetos, de la historia o también del devenir en su transhorizontalidad. En esta región – en la cual el sujeto se encuentra situado originariamente o a la cual pertenece desde un principio – le amenaza el peligro del fracaso de un auto-envío, de la posibilidad de no saber más quién dice “yo” y a quién se refiere. Se puede ver así claramente hasta qué punto el sujeto que dice “yo” es una instancia precaria, especialmente en el momento mismo de esta exigencia de igualdad de ser uno y sí mismo, la cual surje ya con la sospecha de la imposibilidad de un encierre ontológico, es decir con la imposibilidad del saber absoluto. La filosofía proviene de esta inquietud de un sujeto cuya auto-igualdad es todo menos segura.

La filosofía es inquietud frente a lo absolutamente inquietante, lo cual es esta auto-pérdida originaria o esta auto-dispersión auténtica, siendo finalmente reconocida por el sujeto como su verdad. Hay filosofía y hay un sujeto sólo en el roce con lo inconmensurable en el corazón de la igualdad e identidad. Para que pueda darse igualdad es necesario presuponer desigualdad,  para que pueda darse identidad tiene que darse no-identidad o diferencia. El pensamiento del idealismo alemán se ha confrontado, como ningún otro pensamiento anterior a él, con esta desgarradura en la identidad. A menudo se le reprocha a Hegel – no siempre en forma injustificada – haber minimizado a la fisura en la identidad en forma de la negación determinada. Pero, sin embargo, el pensamiento de Hegel se abre justamente al abismo de la negatividad pura, al abismo en el sujeto, a un abismo, entonces, que conecta inmediatamente al sujeto como sujeto con lo inconmensurable. El abismo inconmensurable no es aquello que el sujeto no puede alcanzar sino por el contrario lo que ya siempre ha alcanzado. Si equiparamos lo inconmensurable con la verdad se puede sostener que hay sujetos a quienes no les importa la verdad pero que sólo hay verdad como aquello que ningún sujeto olvida.

Esta es la lección decisiva de Hegel: la insistencia en la inolvidabilidad obstinada de la verdad misma y no en la queja de que un sujeto individual pueda no tener éxito en recordarla o en reactualizarla en el proceso de auto-apropiación anamnética. La verdad no tiene por que ser recordada o reactualizada puesto que ella nunca ha perdido su actualidad en tanto que es ella quien no se olvida de nosotros. Es importante comprender que la verdad como lo inconmensurable no persiste ni en cualquier más allá, ni tampoco – por lo menos no directamente – en la realidad. El lugar de la verdad no es ni la proposición ni el cielo de las ideas. Verdad significa aquí la desgarradura en la estructura misma de la realidad, aquello que no se deja asimilar a esta estructura, que no se doblega bajo el sujeto en tanto que éste habita el mundo, es decir la realidad, puesto que es ella quien doblega al sujeto articulando su no-igualdad elemental consigo mismo.

El sujeto sin subjetividad (sin naturaleza de carácter obligatorio o sin determinación bioteleológica reversible) es sujeto de la verdad o de lo inconmensurable que afirma la no-igualdad ontológica consigo mismo como apertura auténtica a la dimensión del auto-encierre. El sujeto no está ni en posesión de la verdad basándose en proposiciones verdaderas ni tampoco habita en la verdad del ser concibida como apertura (Erschlossenheit) o claro (Lichtung) extendiéndose sobre el espacio de manifestación de sus evidencias. El mismo Heidegger intentó pensar conjuntamente la verdad del ser como retirada (Entzug), la alétheia con la léthe, de tal modo que ni el descubrimiento (Unverborgenheit) sería reducible al encubrimiento (Verborgenheit) ni viceversa. La dimensión a la que se refiere el concepto de verdad es la de un entremedio indecibible, la de un conflicto permanente entre presencia y ausencia, ser y retirada.

Giorgio Agamben ha reconstruído esta zona conflictual en todos sus libros indicando al mismo tiempo que la insistencia en el rastro irreducible (las arché-trace y grammas en el pensamiento de Derrida) o del ser como retirada (en Heidegger pero también en Blanchot) pertenece al ethos de la herencia del pensamiento metafísico.

“Desde esta perspectiva podemos medir la agudeza de la crítica de Derrida a la tradición metafísica al mismo tiempo somos conscientes de sus límites. Tenemos que valorar en Derrida incuestionablemente el filósofo que, al desarrollar el concepto levinasiano de rastro y el heideggeriano de diferencia, ha mostrado en forma decisiva el lugar auténtico que ocupan en nuestra cultura la gramma y el significante. Sin duda creyó él que de esta manera había abierto un camino para la superación de la metafísica, mientras que en realidad sólo sacó a la luz su problema fundamental. La metafísica no es simplemente el primado de la voz sobre la gramma. Si metafísica es aquel pensamiento que coloca a la voz como origen, lo hace entonces solamente porque esta voz es pensada desde el comienzo como elevada, como VOZ. Concebir el horizonte de la metafísica sólo como la preponderancia de la phoné y creer poder superarlo, por consiguiente, con ayuda de la gramma significa pensar a la metafísica sin la negatividad que le es co-esencial. La metafísica es ya siempre gramatología y ésta es ontología fundamental en cuanto que la gramma (la VOZ) conlleva la función del fundamento ontológico negativo." (3)

El pensamiento de la diferencia irreducible (ya sea que se articule como pensamiento de la escritura en el sentido de Derrida, es decir como pensamiento que inscribe en el fonocentrismo una resistencia no integral o como pensamiento del fundamento abismal o del abismo fundante en el sentido de Heidegger) pertenece ya a la tradición del pensamiento metafísico en cuanto “el término metafísica” significa para Agamben “aquella tradición de pensamiento que piensa la auto-fundamentación del ser como fundamento negativo." (4)

Metafísica sería la apertura del sujeto pensante a lo impensable en el dinamismo de auto-fundamentación que se reconoce como arquitectura flotante. El sujeto de este dinamismo se mediatiza consigo mismo en cuanto comienza a confiarse al límite del sí mismo; esta confianza debe ser una praxis radicalmente anti-ilusionista en la que el sujeto trueca consigo mismo la ilusión de la pura fundamentación de sí mismo. En lugar de entregarse a la ingenuidad de un auto-control definitivo, la metafísica sería el saber que no puede terminar de saber que el saber no lo es todo. Sin desviarse con esto hacia la religiosidad, el pensamiento metafísico sería el pensamiento de lo impensable más allá de la auto-extinción religiosa, un pensamiento que como pensamiento lleva sus conceptos hasta el límite implícito. Sería un pensamiento que afila su vocabulario con lo imposible, un pensamiento que es, como lo expresa Adorno, el empeño de ir con el concepto más allá del concepto.

Empeño o esfuerzo que inscribe a la diferencia en el concepto en lugar de localizarla más allá del concepto y de su violencia reduccionista e identificatoria. Al concepto, al pensar en conceptos, pertenece el extenderse hacia lo que está fuera de lo conceptual, hacia la imposibilidad implícita de una concepción conceptual del ser y del mundo. El concepto tiene su límite en la región de lo no-conceptual. Se da sólo en forma de roce del límite. Existe sólo como exceso e hiperbolismo, como el estar-fuera de una forma que se abre a la informidad de las entidades preconceptuales. La dimensión de lo preconceptual puede ser designada como orden del rastro pre-sintético, como región de la gramma o, en la terminología de Agamben, de la voz, como dimensión de una diferencia o de un límite que se inscribe, y ya siempre se ha inscrito, como resistencia en el desear conceptual. Llamo a este espacio la región de lo inconmensurable, siendo imprescindible insistir que lo inconmensurable no se refiere a un más allá sublime sino que marca esta fisura en el concepto mismo, la diferencia en la identidad, una diferencia que acompaña, desde el comienzo, al pensamiento identificante y que no cesa de agobiarlo.

Es esta presencia de la diferencia en el pensamiento de la presencia que se llama metafísica, lo que complica infinitamente la simple diferencia entre pensamiento metafísico y trans-metafísico (deconstructivista etc.), como diría Derrida. Infinitamente en el sentido evocado por Blanchot que apunta a la incompletud y a la perpetuidad. Complicado en el sentido de la imposibilidad de una pacificación satisfactoria del pensamiento conceptual en modelos dualistas cuyas simplificaciones pueden llegar a ser desmedidas. La relación entre presencia y ausencia, identidad y diferencia, concepto y no-concepto no va a someterse a ninguna estructura jerárquica que subordine un elemento al otro con el fin de su clasificación, causándole, de esta manera, una suerte de injusticia conceptual. Sobre esta injusticia conceptual, sobre la injusticia del concepto, Adorno y Derrida (y muchos otros) han dicho lo más necesario. Agamben insiste con razón que el pensamiento denominado metafísica, en lugar de ser sencillamente el nombre de esta injusticia, no se puede sacrificar a la misma puesto que es más complicado o complejo que lo que pretende dicha injusticia.

Al pensamiento metafísico pertenece este auto-prolongamiento del concepto hacia su oscuro fundamento que es descrito por Agamben como abismo de la negatividad. No olvidemos que Derrida ha descrito la deconstrucción como auto-deconstrucción. La deconstrucción no es algo que se opone desde afuera, como sistemas de arquitecturas, a la metafísica y a sus aparatos conceptuales. La deconstrucción – al menos es esta su auto-comprensión – opera desde dentro, es parasitaria. Esto significa que el procedimiento deconstructivo metafísico-crítico trabaja en primer lugar dentro de la metafísica misma pero contra ella, a menudo sin que ella lo sepa. El descubrir este no-saber de la metafísica en relación a sí misma hace de la deconstrucción una praxis casi pasiva y diagnóstica, la cual – antes que se entienda como superación de la metafísica en su aparente uniformidad y totalidad – le sirve de ayuda a la metafísica para una mejor auto-comprensión, indicándole sus resistencias implícitas,  inconsistencias y diferencias. En este sentido Agamben es injusto con Derrida al entenderlo sólo como oposición a la metafísica, en forma análoga a la injusticia del concepto, mientras que Derrida nunca cesó de protestar contra la posibilidad de dicha oposición bajo el título de deconstrucción.

La deconstrucción – el procedimiento siempre singular y no reducible a una ley, a un principio o un método, el cual fue nombrado así por Derrida – se ha presentado siempre como auto-deconstrucción, como deconstrucción de la mismidad del sí mismo y del mismo a través de este sí mismo. Ella es, desde su comienzo, el nombre de una auto-complejidad que describe conjuntamente el movimiento del auto-desarrollo y del auto-alejamiento. Es por esto que la auto-deconstrucción de un sí mismo por sí mismo es el momento de una cierta locura, de una aporía terrible e inquietante. Es el momento fantasmagórico de una resurrección suicida, de un auto-sobrevivir de un sí mismo que se experimenta como testigo y objeto de su ‘des-si-mismamiento’, como objeto de una desubjetivación. La auto-deconstrucción del sujeto no es tal vez otra cosa que la subjetividad de este sujeto. Ella entrega al sujeto al tal vez (si se puede decir así) como tal, a un tal vez transcendental o casi-transcendental, sobre el cual Derrida dice en Politiques de l’amitié que pertenece a un “vocabulario” “que tiene que permanecer esencialmente ajeno a la filosofía. A la filosofía, es decir, a la certeza, la verdad, sí, a la veracidad ." (5)

El tal vez deja salir a la filosofía de la región de los conceptos tradicionales de certeza y verdad y la entrega al tambaleo de la indecidibilidad. Requiere del sujeto de la filosofía que él mismo atraviese y traspase lo que le es propio a fin de que, en este acto de atravesar y sobrepasar, persista como “sujeto” de la experiencia de una cierta forma de auto-disolución. La experiencia del tal vez sería más que la experiencia de la pérdida de auto-certeza, la experiencia de la persistencia de lo que se disuelve y desaparece. En el tal vez se anuncia un sujeto del auto-traspase, un sujeto no sustancial, no cartesiano, no ‘cogitante’, que ha cortado con la representación moderna de la conciencia. El tal vez desestabiliza y vuelve insegura a la filosofía desuniéndola consigo misma. La alborota al marcar el evento de una constante perturbación. El tal vez inscribe en la representación de la filosofía – entendida como el seguir a un plato-aristotelismo más o menos consecuente de lo uno, verdadero y bueno, reconociendo finalmente como su historia a dicho seguimiento incondicional – una incongruencia radical. Sin embargo es importante indicar que esta incongruencia, que no es sino otro nombre de la auto-desigualdad o del abismo de la negatividad, es algo que le pertenece originariamente a la filosofía o metafísica como tal y que permaneció inconsciente o fue negado, cuestionado y combatido por ella.

Da la impresión que este tal vez pone de manifiesto a la ley tabuizada en el corazón del logos, “ley” antes de la ley, ya que está destinado por definición a renunciar al nombre de “ley”. Él mismo es el nombre de lo que precede a la lógica de la denominación, de dar un nombre, así como al nombre mismo, a la mismidad del nombre, a todo lo (re-)nombrable, a lo cual precede como su apertura: “Ninguna respuesta o responsabilidad podrá nunca hacer que este tal vez desaparezca. [...] Se trata de un tal vez que no puede ser ya más definido como dubitativo o escéptico, un tal vez de lo que queda por pensar, hacer o vivir (in extremis). Este “tal vez” no tiene lugar sólo “antes” de la pregunta (del análisis, de la investigación, del saber, de la teoría, de la filosofía); él precedería incluso a aquella promesa originaria “anterior” en base a la cual la pregunta está empeñada de antemano y es responsable en relación al otro." (6)

Es evidente que la filosofía, desde su origen, está en manos de este tal vez, de la lógica de la alteridad que precede al concepto del otro, a la auto-identidad del otro consigo mismo. La primordialidad del tal vez – a pesar de que sea parte de la histoira del saber en general, de la historicidad de lo verdadero y de las aseveraciones de verdad así como de la presencia de sus manifestaciones fenomenales – parece arrebatada al tiempo mismo. El tal vez corresponde, más que al comienzo del tiempo (al recuerdo y a la multiplicación de este comienzo como historia), a una inquietud que supera al espacio-tiempo así como a cualquier tipo de tiempo-espacio. Es un “tiempo” que no cesa de oponerse a su anulación en conceptos, espacializaciones y temporalizaciones. Pero, con esto, el tal vez no esboza un más allá (del espacio o del tiempo) sino que es más bien la regla de una alteridad sin contornos que se opone a la lógica del otro, a su fijación idéntica en la contradicción dialéctica. Remite a un más allá sin más allá, a una heterogeneidad comprometida con el aquí-y-ahora.

A esta heterogeneidad se la puede llamar desigualdad. La desigualdad es el elemento de la filosofía. Es porque hay algo desigual que hay algo para pensar. Es porque el mundo – el espectro de las realidades instituídas – es un mundo de lo desigual – no solamente de sujetos desiguales – y porque el mundo, en lugar de ser sólo espacio vital, es espacio del pensar que abre la posibilidad de contraponer una realidad a la otra, entregando al sujeto a la multiplicidad de lo desigual, exponiéndolo al caos de las variedades irreducibles, es por eso, entonces, que el mundo es su auténtico espacio vital. Toda promesa de coherencia, toda esperanza de identificación y univocidad, de igualdad y de autoigualdad, de mismidad, permanece abierta al caos de lo desigual que desmoraliza a la lógica de la no-contradicción. Y, sin embargo, ningún pensar puede apostar al caos transformándose a sí mismo en caos o articulándose como pensar caótico. Al pensar que tiene la valentía de atravesar el desierto de lo desigual le es propio un mínimo de orientación con relación a consistencias ya axiomáticas o hipotéticas. Se debe a sí mismo una consistencia mínima que lo proteja de ser atravesado por lo inconmensurable, haciéndose imposible. Antes que lo inconmensurable tome posesión del pensar, el sujeto pensante ha llevado una resistencia mensurable a lo inconmensurable, una resistencia por tanto que aparece como inconmensurable desde la perspectiva de lo inconmensurable. El pensar no es sólo una confrontación con lo inconmensurable – con el desierto de lo desigual – sino que es una ofensa para él en cuanto que se muestra resistente a su destrucción. Deleuze y Guattari han dicho lo mismo sobre el caos al cual están confrontados la filosofía, el arte y la ciencia (los ‘caoídas’), al mismo tiempo que se le escapan. (7)

El doble movimiento de apertura y cierre con relación al caos es el movimiento de un pensar que confía que el mundo (la totalidad del ser) tiene una complejidad mayor de lo que creen el oscurantismo de la opinión y el cientificismo. El pensar de lo desigual se manifiesta como un pensar que afirma igualdades mínimas – consistencias infinitesimales – por sobre el abismo de lo inconmensurable. Esta resistencia afirmativa pertenece al pensar que hace de su sujeto un sujeto de afirmación, que se sustrae al poder de lo inconmensurable y a la violencia de las opiniones a fin de confiarse sólo en esta consistencia mínima la cual hace de él un pensar, un casi-nada de identificabilidad, un cuanto de energía sin nombre. Tiene sentido llamar a este casi-nada igualdad, una igualdad que interrumpe lo inconmensurable inscribiéndole una medida que permite identificarlo por negación. Bajo la luz de lo negativo de la consistencias mínimas lo inconmensurable gana una legibilidad prohibida a la cual no cesará de contradecir. Lo inconmensurable es el nombre de lo que debe permanecer ilegible e inidentificable a fin de ser sí mismo, es decir el principio de una mismidad, igualdad e identidad imposibles. Evidentemente el pensar, a fin de ser pensar, debe oponerse a estos dos conformismos que amenazan con equipararlo a los filosofemas establecidos:

1. Al conformismo de la igualdad que se sustrae a la exclusión de la desigualdad ontológica, o a la inconmensurabilidad, en lugar de oponérsele.

2. Al conformismo de una desigualdad, cuya forma purificada es elevada a un fantasma de la diferencia, sin ninguna relación con la realidad, sin un balance con el mundo que nos es conocido, sin referencia a la región familiar de la zona de contacto compartida y comunicada que llamamos realidad.

Ambos conformismos falsean la complejidad de un pensar que está a la altura del conflicto irreducible entre lo cognoscible y lo incognoscible, lo mensurable y lo inconmensurable, lo igual y lo desigual. No existe ningún pensar que pueda someterse a la tentación de tal simplificación. La rigurosidad de todo pensar radica en oponerse a las simplificaciones que lo frenan antes que pueda comenzar. El comienzo del pensar no es la concordia o el consenso. Pero la simplificación trabaja hacia el allanamiento de diferencias que son la materia inflamable del pensar. El pensar rehúsa, por un lado, a la opción de asimilarse al conformismo quietista así como también, por otro lado, al conjuro de la realidad (del oscurantismo de los hechos), a la adoración de la imposibilidad – que es la monumentalización y sacralización de una diferencia absoluta –, a fin de articularse a lo largo de la línea divisoria entre ambas alternativas como afirmación decisiva de su composibilidad. No existe ningún pensar que no sea un pensar de lo posible o de lo imposible. Todo pensar que merezca este nombre basa su tensión en el conflicto de estas construcciones al mismo tiempo que afirma dicho conflicto como la auténtica inconmensurabilidad, como diferencia de identidad y diferencia.


3. Política del sujeto.

Quiero analizar tres conceptos de Maurice Blanchot con el fin de distinguir dos tipos de políticas, la política de lo posible y la de lo imposible. Al final voy a proponer una tercera política que llamo política del sujeto.

Los tres conceptos de Blanchot son arrêt, refus, rupture. Junto con otros conceptos de Blanchot ellos estructuran su pensamiento político. Me referiré sobre todo a los Écrits politiques que reúnen textos de 1958-1993 – son textos sobre la guerra de Argelia, Mayo 68, un proyecto de una Revue Internationale, Fidel Castro, Marx, Heidegger, Levinas, Leslie Kaplan y Robert Antelme – que fueron publicados en 2003 en París. (8) Pienso que estos tres conceptos son al mismo tiempo categorías políticas y ontológicas del pensamiento tanto político como ontológico de Blanchot. Tal vez toda discusión de la obra de Blanchot, quien es escritor (en un sentido indudablemente nuevo establecido por él mismo), filósofo y pensador político, debe ser una discusión de esta ‘indecidibilidad’ entre política y ontología. ¿Cómo es posible pensar la relación entre estas dos dimensiones: política y ontología? ¿Pueden separarse? Esta separación ¿es deseable? o, aún más, ¿necesaria? Y si lo es ¿por qué? Mi tesis es que ella – refiriéndose a una serie de diferencias o binaridades, como por ejemplo a la diferencia entre idealidad y realidad, estructura y empirismo, imposible y posible – es compleja puesto que implica tanto separar como unir ambos órdenes de ontología y política. Llamo complejo a lo indiferenciable o, en términos kantianos, a lo problemático. El lugar de una política del sujeto se va a manifestar como este lugar de lo problemático, de lo que no puede subordinarse (ni exclusivamente ni unívocamente) a uno u otro orden. ¿Qué significan los tres conceptos de Blanchot y cual es su relación?


1.

Ya el primer concepto – arrêt – pone de manifiesto la dimensión de lo problemático. Se trata evidentemente de un concepto intraducible, como lo indica Blanchot en una carta a Jean-Luc Nancy del 16 de marzo de 1983. Arrêt puede ser traducido como alto y parada, estación, estadía y atascamiento así como también como juicio o decreto. (9)

Evidentemente este concepto no es sólo problemático en el sentido que se sustrae a una determinación estable así como a una traducibilidad. Es ya concepto de lo problemático en cuanto llamamos problemático a aquello que sólo puede articularse como concepto o caso límite. Kant llama problemática a una proposición que deja de lado la existencia o la realidad actual (Dasein) de una cosa a fin de pensarla solamente “en vistas a su pura posibilidad”. (10)

Una proposición problemática y un concepto problemático se mueven en la línea divisoria entre lo que es y lo que no es, entre presencia y ausencia: “Llamo problemático a un concepto que no contiene ninguna contradicción, que está relacionado también con una delimitación de conceptos dados con referencia a otros conocimientos, pero cuya realidad objetiva no puede ser conocida de ningua manera.” El ejemplo kantiano de un concepto problemático es, naturalmente, la cosa en sí:

“El concepto de un noumenon, es decir de una cosa que no debe ser pensada como objeto sensible, sino como cosa en sí misma (simplemente por un intelecto (Verstand) puro), no es en manera alguna contradictorio puesto que no puede afirmarse que la sensibilidad sea la única forma posible de percepción. Este concepto, es además, necesario a fin de no extender a la percepción sensible hasta las cosas en sí mismas y delimitar así la validez objetiva del conocimiento sensible, (puesto que a todo lo demás, a lo que no alcanza aquél, se les llama por eso mismo noumena, con lo cual se indica que estos conocimientos no pueden extender su región sobre todo lo que piensa el intelecto). [...] El concepto de noumenon es, por consiguiente, un concepto límite cuya finalidad es la de limitar la pretensión de la sensibilidad, y por eso mismo tiene sólo un uso negativo." (11)

El uso negativo del concepto de noumenon tiene la función de delimitar la intrusión de la sensibilidad en la inteligibilidad, lo cual significa trazar un límite entre el orden espacio-temporal y la zona X que es el mundo o el ‘no-mundo’ de los noumena. Es indispensable observar que este límite mismo es ya en sí problemático puesto que más allá del mundo de los phaenomena no comienza en ningún sentido un segundo mundo más elevado, por ejemplo en forma de un reino de la ideas fácticamente existente. Abrir al sujeto al noumenon no significa prometerle otro mundo. Se trata por el contrario de orientarlo con respecto al (solo y único) mundo, confrontádolo con el aquí-y-ahora de su inmanencia espacio-temporal que es el universo de su finitud. Pero también es así que esta confrontación con el universo familiar es al mismo tiempo la apertura de la subjetividad humana a la región de una no-familiaridad que es el dominio de la cosa en sí. (12)

La cosa en sí, incrementada ontológicamente, no es simplemente la parte negativa del aparecer. Ella indiza en realidad la eficiencia de un elemento “presente” sólo en la modalidad de la ausencia, la cual, marcando un más-allá de la esfera de las apariencias,  indiza la coincidencia de este más-allá con el límite mismo. En consecuencia, el pensamiento kantiano podría ya entenderse como un pensar de la inmanencia puesto que cuestiona radicalmente la positividad del no menos eficiente noumenon. Desde aquí es posible establecer una relación entre el pensamiento de Kant y el de Blanchot. El paso o la transgresión hacia el noumenon es al mismo tiempo inevitable (siempre tiene lugar) e imposible (dado que hace tiempo que ha tenido lugar y en este sentido es inalcanzable) . (13)

Es un Pas au-delà: un no (paso) a la nada. (14) El inaugura el pensar problemático o simplemente paradójico de una relación sin relación (rapport sans rapport), el cual es tal vez la característica general de la ontología de Blanchot. Tiende y extiende al sujeto hacia lo inconmensurable en cuanto insiste en la relación constitutiva (¡o regulativa, en terminología kantiana!) a lo que es, por definición, indisponible. Este es el sentido de la expresión ‘metafísica como disposición natural’: el auto-sobrepasar auténtico del sujeto finito hacia la dimension del infinito, a la que Blanchot llama ‘afuera’ (dehors) y Deleuze y Guattari, junto con Nietzsche, devenir o caos o lo anacrónico. (15) La ontología política de Blanchot, si se la puede llamar así, sólo es comprensible si el sujeto que emerge y desaparece en ella es concebido como habitante de este límite entre las regiones de presencia y ausencia, es decir como entidad fantasmagórica. Lo que después Derrida llamará fantología (“hantologie”) o espectrología (16) encuentra aquí su referencia inmediata, en la indecisibilidad fantasmagórica de un sujeto que se deconstruye permanentemente como sujeto. Se trata de un sujeto que se afirma permanentemente en su no-permanencia, sin seguridad estable en un orden del ser consolidado que confía en su substancialidad estructural o transcendental. La deconstrucción derridiana de la metafísica de la presencia y la resistencia infinita de Blanchot con relación al poder establecido coinciden en este punto. No existe ningún poder que no sea capaz de acoger al poder de la presencia aunque sólo fuese el poder presencialmente intensificado del rechazo a la presencia, el poder del retiro o de la pasividad (“el poder incomprensible de la femineidad" (17) del que es testigo Blanchot en La maladie de la mort (1982) de Duras.

2. 

Refus significa rehusamiento o rechazo del “orden establecido” (l’ordre etablit), es decir el orden del poder. Aun cuando dicho orden sea complicado y contradictorio, se lo puede identificar con la instancia del dominio, también en el caso de un orden descentrado, de la autoridad del Empire, como dicen Hardt & Negri, o sea del poder deslocalizado del capital. (18) El rechazo escapa a este orden pero no sin confiar en un cierto desorden. El rechazo se opone al orden del orden, a la ley de la unidad y de la regularidad así como a su establecimiento e institucionalización en el tiempo y el espacio. No existe ningún orden más allá de tiempo y espacio si se entiende por tiempo el tiempo histórico o por lo menos cronológico, o también linear o mensurable y por espacio un espacio geográfico, una estructura perspectivista, una forma horizontal de eventos intraespaciales. La resistencia al orden establecido es coextensiva con el tiempo histórico y el espacio geográfico.

De ella puede decirse por tal motivo que atraviesa lo mensurable en dirección a lo inconmensurable, o a lo que se puede llamar con Nietzsche y Deleuze la dimensión de lo anacrónico y del devenir. Con la resistencia, el sujeto se libera del dictado de la historia y de la geografía al relacionarse con una región que se inscribe en estos dictados como su límite implícito ya que el ámbito de lo anacrónico no conoce ni extensión ni duración. Él esboza la falta de contorno de una magnitud ilegible en el universo de los paradigmas histórico-geográficos, lo cual es lo inconmensurable. Blanchot habló también de lo inconmensurable como el afuera (dehors). La categoría del afuera se transformó así en la medida inmedible de aquellos movimientos de pensamiento que – si bien se han articulado y desarrollado en forma diferente – se unen en el intento de situar lo infinito en el horizonte de la finitud, la materialidad y la mortalidad, pero sin asimilarlo al espectro de lo medible que es el espacio geo-histórico. Se podría designar también a este espacio geo-histórico como el dominio de las presencias manifestadas y por tanto legibles y ya institucionalizadas.

El rehusamiento resiste a todas las realidades y preferencias que se han impuesto y siguen imponiéndose como realidades dominantes y presencias poderosas. Se abre al “no- poder” es decir a una especie de presencia no-presencial, cuyo estatuto ontológico es complicado si se lo quiere someter a la alternativa presencia/ausencia. Esta apertura implica una oposición que exige del sujeto del rehusamiento la perseverancia de una disputa infinita. Rehusarse significa disputar “sin interrupción" (19), articulandocontinuamente una resistencia contra lo establecido. El rechazo al que se refiere Blanchot es todo menos reactivo. (20)  Es afirmativo y agresivo. Él corresponde a la ley – en lugar de a la unidad, al consensualismo y a al “contentarse” – de una “separación necesaria” y de una “destrucción infinita”. (21) Se percibe en él un eco del carácter destructivo de Benjamin. Su violencia destructora se opone a toda forma de auto-encierre en modelos de coherencia tales como el sí mismo, el estado, la patria, el partido, la religión, la familia, “el hogar”.

A esta oposición le es propia la resistencia a los fantasmas de la interioridad y de la estabilidad ontológica de la subjetividad humana. Ella es resistencia a la “ley del padre”, a toda autoridad que desgarra al sujeto del afuera a fin de asimilarlo a algún tipo de adentro, prometiéndole una especie de albergue transcendental. Sería demasiado simple no ver en el rechazo otra cosa que una figura de un romanticismo destructivo. En él se expresa algo que va mucho más allá del auto-engaño romántico. Se trata de la insistencia en una libertad que no sería ya más la libertad de la conciencia fantasmática de un sujeto que está en su casa en medio de sus ficciones de realidad. Abrir al sujeto al afuera significa justamente esto: dejar que, contradiciendo sus ficciones, haga la experiencia de la inconsistencia ontológica de su mundo a fin de exigirle la incomodidad de una libertad.que hace de él un sujeto de intranquilidad o, para decirlo con términos de Nietzsche y Deleuze, del devenir. La dimensión del devenir o del caos es este espacio de inquietud que el pensamiento de Deleuze define como zona hiperbórea. En esta zona el sujeto está relacionado con su indefinición, con su verdad como sujeto abierto o “animal no determinado” (Nietzsche).

En sus clases sobre Terminología filosófica Adorno insiste en la relación entre identidad y pensamiento de identidad con el principio de síntesis y los conceptos del todo y del uno en contraposición a la peligrosa incontrolabilidad de lo no-idéntico, lo difuso y lo mucho que se opone a su reducción al principio de identidad. Todo lo que pertenece del lado del sujeto tiene la característica de lo que se mantiene, de la estabilidad y la autoconservación, mientras que “lo que no es en sí mismo sujeto” tiene el carácter de la “incertitud”, “de la apertura, la cual se escapa a la reducción, al uno.” (22) El sujeto de la auto-identidad flota sobre el abismo de la variedad pre-sintética. Filosofía como ontología es la identificación idealista y el hacer idéntico de lo presente, que se llama óntico en terminología heideggeriana. ¿Pero no pensó Heidegger, al comienzo, la diferencia ontológica entre óntico y ontológico, entre ente y ser como la constelación opuesta? El ente es, en Heidegger, un dispositivo y no el nombre de un abismo caótico. Él marca la realidad óntica que se extiende sobre este abismo (que corresponde al ser como nada, retiro u ocultamiento) como un nivel de consistencia deleuziano.

El pensamiento occidental vive de la ilusión de la identidad y auto-igualdad del sujeto humano. Se trata siempre de la pregunta: "¿Yo quién soy?". Esta pregunta se responde siempre prometiéndole al ego un hogar, una intimidad transcendental y una familiaridad consigo mismo. Pero sin embargo queda claro que este querer y este deseo así como la ética que exige esta auto-estabilización en una ego- o auto-identidad es causada por la catástrofe ontológica, por el presentimiento, por el saber de que no existe un sujeto idéntico a si mismo. Tal vez exista algo que se parezca a un sujeto, pero éste no concuerda consigo mismo. (23)

La diferencia entre ser y ente correspondería a la de abismo y hechos (nunca suficientemente) fundamentados o, en terminología lacaniana, a la fisura entre real y la realidad. Se puede definir a esta fisura como diferencia entre el universo de la certeza que es el mundo (o la totalidad inconmensurable e inabarcable de todo lo que existe) y la verdad (la verdad del ser, como dice Heidegger) que es la expresión del afuera del mundo o de su limitación esencial. La diferencia entre certeza o saber y verdad concuerda con la diferencia entre una realidad constituída, clasificada, establecida, instituída y archivada y todo aquello que se opone a establecer, constituir, clasificar, instituir y archivar. Ella concuerda con la incompatibilidad de dos órdenes, los cuales pueden ser descritos como orden de la función en el primer caso y orden de la disfunción en el segundo caso. Al orden de la función pertenece todo aquello que consolida (o que parece que consolida) a la realidad. El orden de la función es el orden de lo posible y factible, el ámbito de la pequeña política que es la política de lo posible. El orden de la disfunción abarca todo lo que se manifiesta como oposición al y trastorno del cálculo de la función: lo imposible, lo irrepresentable e incognoscible, la desmedida o inconmensurabilidad de la vida misma. A él corresponde una política de lo imposible que sería la gran política, la cual interrumpe cualquier tipo de cálculo.

La filosofía se distancia lo más posible del fantasma de la auto-posesión, de la ilusión del hablar completo, que domina al logos de las certezas de los hechos o doxai. Sólo hay filosofía si ella se opone a este fantasma o a esta ilusión de la auto-posesión, aceptando un movimiento de auto-apropiación primordial y comprendiendo que el ‘no-logos’ o ‘ante(s del)-logos’ habita ya en el corazón del logos. El logos es el estar abierto al caos. El sujeto del logos está sólo consigo mismo estando fuera de sí, más allá de si. Esta es la verdad implícita del logos, su hiperbolismo, el hecho de que existe sólo como roce de sus límites: “El hombre” escribe Hans Blumenberg, “está unido por su origen al principio de la superfluidad, del lujo. El andar erguido es lujoso desde el primer momento: poder ver lo que todavía no está presente, lo que no es todavía necesariamente urgente, ejercitarse en la prevención con respecto a una posibilidad no real, o a una amenza o aflojamiento potencial, es siempre una tarea que da mucho trabajo y no por casualidad, por esa misma razón, es el comienzo de todas las agresiones y la posibilidad de su fin." Al sujeto del logos le pertenece esta superfluidad, esta exageración, este en-demasía, la transcendencia o simplemente la ruptura de (con) su situación momentánea.


3.

La rupture marca la ruptura con las preferencias establecidas. Ella es la quiebra de la cooperación con las realidades consolidadas, ya sea en forma positiva (simplemente legítima) o negativa. La ruptura significa desde el comienzo ruptura con este modelo positivo-negativo, con la simple afirmación así como con la simple negación a fin de cortar aún con el arbitraje dialéctico que es el hegelianismo (y sabemos que Hegel era muy poco hegeliano). La ruptura corta con el pensar demasiado sencillo del arbitraje. Ella cansa a la razón consensual. Es “interrupción [interruption] que corta nuestra relación con las leyes y los valores establecidos”. Suspende a las realidades en vigor en favor de la apertura a algo radicalmente nuevo. Ella implica la disposición de recibir a lo desconocido como tal. Sin ser insensible para con la peligrosidad de este tipo de recepción ciega de lo indeterminado, Blanchot no duda en apreciar el alcance de este gesto. (24)

El corte con lo conocido y establecido trabaja hacia un futuro que todavía es anónimo, sin cara. Este es el significado del corte: ser apertura al espacio de una indeterminación la cual, en lugar de incluir al sujeto en sus fantasmas o utopías ilusorias, es transcendencia del sujeto a la inconsistencia ontológica de sus realidades. Esta es la función crítica de la rupture, esa apertura a la inconsistencia que incluye una especie de ‘atravesar fantasmas”, siendo una epoché del sentido vigente. La ruptura corta con los modelos de significación dominantes familiarizando al sujeto con la instabilidad del significado y extiende al sujeto hasta la dimensión del sin-sentido. Sin contacto con este afuera del significado el sujeto sería sólo un operador de significados establecidos y de las economías que los manejan. La experiencia de la ruptura lleva al sujeto hasta los límites de su mundo, entendiendo por mundo el sistema de sus evidencias, certezas y opiniones.

Este sacudir las evidencias es propio de la violencia suspensiva de la rupture que obliga al sujeto, en medio de lo existente, a mirar más allá hacia la dimensión de lo invisible. Es evidente que no hay un más-allá del mundo, un más-allá de la zona de visibilidad y tactilidad que es el espacio experiencial del sujeto. Tanto las esperanzas y sueños como las proyecciones ideales pertenecen a este mundo, le son inmanentes. La dificultad ontológica de pensar la ruptura se basa en la necesidad de pensarla como ruptura en la inmanencia, es decir como una desgarradura que pertenece a la inmanencia. ¿Se trata entonces una transcendencia implícita? Es una transcendencia que no es transcendencia o que no es nada más que la inconsistencia de la inmanencia. Es una transcendencia que no indica en dirección o se tienta con el camino hacia un segundo mundo, sino que, por el contrario, muestra a este único mundo en su desencerramiento expansivo y en su contingencia. No olvidemos que la ontología de Blanchot le debe mucho a Levinas, a la “responsabilidad extrema" (25), como él mismo lo dice, a la apertura sin defensa del sujeto a la dimensión del otro como dimensión de contingencia incontrolable. La ruptura perfora la pared de la intimidad a fin de “dejar salir de sí mismo” al sujeto. Blanchot la conecta semánticamente con la visión de Marx de una alienación que se va terminando y que aparece como “salida de la religión, de la familia, del estado”. Esta es la “llamada” a “un afuera que no es ni otro mundo ni un trasmundo." (26)

Aquí se muestra la dureza confrontadora de la rupture que afirma, en el aquí-y-ahora de una situación única que es la situación o la vida del sujeto, un ‘contacto exterior’ que es la función de la interrupción de su narcisismo ontológico. El roce del afuera humilla al deseo narcisista de auto-encierre, impulsa al sujeto a ir más allá de sí a fin de afirmar esta auto-transcendendia como su esencia. “Esencia” de un sujeto sin esencia, entendiendo bajo esencia del sujeto una entidad estable, una naturaleza o un especie de garantía transcendental. (27) Blanchot lo dice sin ambages: la ruptura que se expresa como acción ejemplar, conlleva en sí una violencia explosiva. La acción ejemplar que interrumpe al poder así como a todas las certezas controladas por él, es necesariamente “violenta” al responder a la violencia establecida pero no ya más aceptada, sin ser por eso reactiva. Al desgarrar al poder, la respuesta de la ruptura desgarra el velo de todas las certezas abriendo el espacio de un futuro del cual ella misma no sabe cómo va a ser. Se trata de abrir un futuro, (28) lo que quiere decir llevar con resistencia incondicional al poder de la tradición y a la autoridad de lo establecido hasta sus límites, hasta el punto de su inestabilidad implícita, en donde se deconstruyen por sí mismos. Tal vez.

La pregunta del tal vez – suponiendo que se trata de una pregunta – si bien no incluye tal vez a todas las otras preguntas posibles, parece sí, por lo menos, no dejarlas intactas como son: la pregunta de la pregunta, a la que Derrida dedicó un libro sobre Heidegger, (29) la pregunta de la respuesta (de la posibilidad de responder a preguntas y la pregunta de la respuesta que es anterior a la pregunta, la respuesta originaria), la pregunta del pre-originario, la pregunta y el tema de una, al menos, incierta afirmación radical. Al mismo tiempo el tal vez es producto de una lógica de la simultaneidad diferencial, de la simultaneidad y composibilidad de lo que está separado, de lo que es asincrónico, o está movido uno contra el otro o de lo que se imposibilita mutuamente. La experiencia del tal vez, que es la experiencia fundamental o abismal de la deconstrucción, puede experimentarse a su vez como experiencia de fracaso, de la experiencia aporética y de la aporía misma. Ella lleva al sujeto de esta experiencia al ámbito de la experiencia límite, a su límite, al límite de su experiencia y a la zona de la deslimitación de este límite como experiencia.

El sujeto del tal vez comienza a des-delimitar su estado de sujeto. Él finitiza su finitud a fin de constituirse como sujeto de una finitud más radical que la finitud de las metafísicas de la finitud que la pone en simple oposición a la simple infinitud. De todas maneras es la experiencia del tal vez la que abre al sujeto a su límite, a otro sujeto, diferente del puro y simple auto-conocimiento. Ella exige del sujeto la aporía de afirmar como su subjetividad a una indecisibilidad irreductible que escapa, por definición, al control calculante y anticipante. En lugar de limitar al sujeto desde afuera, el tal vez toma el lugar de lo que las ontologías de la sustancia llaman la esencia o el ser del sujeto. El tal vez habita en el medio íntimo del sujeto sin desempeñar la función de un significante transcendental. Él inunda al sujeto desde dentro e impide que participe en cualquier forma de auto-certeza apodíctica. Pero, sin embargo, este tal vez deconstructor, en cuanto que interrumpe o imposibilita la certitudo, es el punto de partida de otra autoconciencia, de otra libertad, de otra responsabilidad, de otra democracia, de una experiencia de sí mismo por tanto, que pasa por el fuego de la indecisibilidad, es decir del inconsciente, de la falta de libertad, de la ‘no-democracia’. “No hay deconstrucción sin democracia y no hay democracia sin deconstrucción”. (30)

Arrêt, refus, rupture trabajan para la salvación si no de la democracia, sí de la política. Blanchot intenta marcar una salida de lo que él llama la muerte política. (31) Finalmente el sujeto de la política debe ir más allá de la protesta, la pura crítica y la negación en cuanto “signos de membresía”. El nietzscheanismo implícito de Blanchot no tolera, como medida de su vitalidad ni a la negatividad, ni a la muerte y ni a la negación del futuro. Abrirse al futuro significa, más que nada, afirmarse como sujeto de su afirmación necesariamente hiperbólica. Uno afirma lo que no conoce, si no, uno no afirma. La afirmación de lo conocido no sería otra cosa que su confirmación. Ella sería legitimación o ratificación de lo establecido, es decir, un acto conservador. El progresismo de la reflexiones de Blanchot consiste en esto: en la oposición a oponerse a una afirmación ciega, la cual mantiene abierto al futuro al sujeto de la afirmación, siendo este futuro el espacio de lo desconocido o de la contingencia.

Tal vez sea este el sentido de la gran política que pertence a la herencia problemática de Nietzsche y según el cual no puede haber ningún tipo de política que no sea política de lo posible, o también que a la política de lo posible pertenece su autoextensión hacia lo imposible para que no esté muerta o quede desarmada en el espacio de la puras opciones, en lugar de dinamizarlas en base a una exigencia que las sobrepasa. La diferencia entre estas dos políticas, la política de lo posible, que se podría llamar política pequeña, y la política de lo imposible, que es la gran política, refleja el viejo conflicto metafísico entre realidad e idealidad, mostrándonos que de hecho ella ha atravesado desde hace tiempo al concepto de filosofía es decir que no hay filosofía y que – y esta es mi afirmación – tampoco hay política que no tome parte de entrada en este conflicto. En otras palabras, que filosofía no es ni idealismo ni realismo y política no es ni pequeña ni grande, sino ambas cosas al mismo tiempo.

La desgarradura entre lo posible y lo imposible pasa por dentro tanto del concepto de filosofía como del de política. A ambas las une el disputar este conflicto inmanente en forma de una interminable afirmación del mismo, haciendo tanto del sujeto de la filosofía como del de la política el escenario de una especie de fiebre ontológica que no es tal vez sino la vivacidad que ampara al sujeto de la muerte filosófica y política. Hay que insistir, por tanto, en que ambas muertes no son idénticas. Ellas conciernen al sujeto mismo. Políticamente muerto, el sujeto ya no es más sujeto. Estar políticamente muerto significa para el sujeto separarse del orden político para transformarse en objeto de su órdenes, leyes, imperativos y decretos. La muerte filosófica del sujeto es la muerte de un sujeto al que le han robado su estatuto de sujeto o que ha perdido la capacidad de pensar, es decir de auto-extensión hacia su imposible. Renunciar a ser sujeto y estar de acuerdo con esta renuncia, ¿qué significa esto sino privilegiar el camino de la auto-pasividad, el cual tiene como punto de fuga extremo la pasividad y neutralidad del sujeto, en vez de la auto-afirmación problemática, puesto que no garantizada, como sujeto? Este es el sentido más amplio de la afirmación, a la cual se refiere la inquietud elemental del pensamiento de Blanchot como lo hicieron anteriormente Nietsche así como también Deleuze, Derrida y Badiou – a pesar de las diferencias explosivas de sus posiciones – en un gesto spinoziano a veces implícito otras explícito, es decir a la afirmación que se revela frente a la muerte en cuanto que esta niega su posibilidad.

Tanto la muerte política como la filosófica marcan el límite de la categoría de sujeto en general, en cuanto ser-sujeto no significa sino ser otra cosa que ser sólo un objeto, o sea, un objeto de esta estructura hetero-afectiva y de este tejido anónimo al cual llamo textura de los hechos o realidad. Integrarse completamente a esta realidad a fin de dejarse dictar en ella y por ella su vida, su economía libidinal, sus metas y su deseo, significa simplemente esar muerto.  A pesar de que el pensamiento de Blanchot (para mencionar sólo a éste) da la impresión de oponerse a la categoría de sujeto – y se pueden encontrar muchos argumentos sosteniendo esto –, es también evidente su esfuerzo incansable por liberar al sujeto de su muerte, por salvar a esta categoria en la que no cesa de desconfiar. Se trata de articular una distancia infinitesimal respecto a la muerte, en lugar de la simple y pura muerte política y filosófica del sujeto, que es la muerte absoluta, la destrucción completa de lo que se puede llamar simplemente libertad. Oponerse a la muerte no significa ni confiar ciegamente en ella ni simplemente negarla, o ignorar su venida y la presencialidad de esta venida, que es el morir que se llama vida. Si la vigilancia es algo que pertenece a la politicidad del sujeto, ella consiste en su doble preocupación por conservarse en ambas direcciones, tanto en su auto-asimilación a la realidad de la vida como en el oponerse a su identificación suicida con lo real, el caos o el afuera.

Llamemos realidad – recurriendo a conceptos de Lacan – a la dimensión de lo posible en la que el sujeto se asegura de sus evidencias de hechos y de sus opciones y llamemos real al límite implícito pero ‘éxtimo’ del espectro de la realidad que marca una imposibilidad radical: en este caso ningún sujeto tendrá éxito en inscribirse en uno de estos órdenes sin suicidarse como sujeto o sin neutralizar su estatuto de sujeto. Es evidente que el sujeto debe liberarse de las falsas alternativas como son realidad y real, posible e imposible, lo que es y lo que no es, a fin de ser habitante fronterizo de esta línea divisoria que Heidegger llamó diferencia ontológica, y a fin de que la política no se desarme en la administración de su auto-comprensión instituída, necesidad de la apertura a lo imposible. La vigilancia con relación a lo posible, al pragmatismo de la inteligencia ‘situativa’, pertenece la gran política que no quiere agotarse en la relación con lo imposible en un gesto necesariamente narcisista de auto-pasividad.

Lo que yo llamo política del sujeto sería una alianza conflictiva o compatibilidad litigiosa de estos dos modelos: pequeña y gran política. En el sujeto se entrecruzan las grandes binaridades de la metafísica occidental. El sujeto no es otra cosa que el punto de su incompatibilidad: actividad/pasividad, libertad/no-libertad, idea/materia. La energía de conflictos conceptuales se concentra en este punto en el cual participan, a pesar de su incompatibilidad. Hay un concepto positivo de participación relacionado con esta idea de subjetividad política: se trata de la participación de elementos antagónicos o de conceptos en el corazón del sujeto. El sujeto no es ni el agujero en la estructura de los hechos ni el estabilizante de la arquitectura de los hechos. Es el entre-medio. Participa del agujero sin hundirse en él, coaliciona con la realidad establecida, sin asimilarse a ella. Mantiene el doble contacto con los dos lados. Se mueve en la línea divisoria – esta membrana extremadamente fina – entre abismo y realidad. Es sujeto infinitesimal porque mantiene el contacto tanto con la dimensión de la nada como con la del ente. Un infinitesimal es un mínimo máximo. Marca la distancia mínima entre el orden del ser con la textura social, política, económica, cultural, así como con el orden de la nada, de lo real, que no puede ser descrito y representado en el registro de la realidad. Lo real es, en la filosofía lacaniana, el nombre del límite de la realidad. Es irreducible a la textura de la realidad, en cuanto realidad es ya representación, visibilidad y evidencia positiva.

No olvidemos que sólo puede haber filosofía como no-política. El espacio de la política es el “mundo”, la dimensión del juicio, de las decisiones. Filosofía es siempre traspase del mundo, transcendencia. Este traspase no corresponde a un “idealismo” ajeno al mundo o algo que lo niega, sino que pertenece a la filosofía en cuanto ella es, como tal, extática. Incluye un movimiento de transcendencia que está orientado hacia el más-allá de lo posible (por ejemplo al más-allá de las opciones políticas en el mundo de los hechos concretos). Se puede decir que la filosofía es una improbabilidad absoluta mientras que la teoría política y la política misma recorren el espacio de lo posible a fin de juzgar, actuar y funcionar dentro de este espacio.

La política es el arte de lo posible, de las acciones y funciones. La filosofía funciona en cuanto que fracasa en este espacio, es decir no actúa, no funciona. La filosofía es el triunfo de lo imposible sobre lo posible. De ahí su mala reputación (ajena al mundo, “elevada” etc.), puesto que rehúsa descansar en el presente en lugar de cuestionarlo y sobrepasarlo en vistas a otra cosa: al más allá posible/imposible del presente con su concepto, siempre ya reducido, de posibilidad.

Tanto a la teoría política como a la política le son propias la actitud del diplomático, el comprender la necesidad de compromisos, de consenso. La filosofía no es diplomática. Hay sólo filosofía como resistencia al compromiso.

Pero sin, embargo, la filosofía está unida a la política por una cierta resistencia frente al espíritu de la época, frente a las coerciones de aceleración, frente a las apelaciones de retardo de su tiempo. La filosofía no es anacrónica sino diacrónica, es decir, ella atraviesa su tiempo el cual está sobredeterminado social-, política-, económica- y culturalmente. La filosofía conoce su propia velocidad. A veces consiste su aceleración en la reserva, en una cierta distancia y abstinencia en relación con los problemas del tiempo. Otras veces la filosofía acelera en cuanto que retarda, desacelera o se hace la muerta. La violencia de la filosofía consiste en esta aceleración que no es lo mismo que lo contrario de la desaceleración. La auto-aceleración de la filosofía significa su apertura a la dimensión de lo insoluble, del futuro, de la contingencia. La auto-afirmación del sujeto filosófico como sujeto de esta apertura es necesariamente una afirmación precipitada. El sujeto afirma lo que no conoce. La autoaceleración de la filosofía es este tipo de precipitación. ¿Quién afirma que no hay también precipitación como abstinencia de su tiempo, como discreción del espíritu de la época, en cuanto sus coerciones de aceleración trabajan a favor de la fijación de las realidades establecidas?

Sólo hay filosofía como filosofía de la afirmación. Una afirmación siempre es rápida. Siempre es atropellada, exagerada y atolondrada. Y sin embargo la afirmación filosófica tiene su precisión propia. Filosofía es una forma de vida que desgarra al sujeto de sus certezas. El sujeto de la filosofía acelera a un más-allá de su realidad objetiva en el campo de la realidad establecida. Se afirma como autoridad de sus acciones que ya no puede controlar más. La experiencia del tiempo de la filosofía es experiencia de pérdida de control, de fragilidad, de indeterminación ontológica, es decir de constructibilidad, del estatuto ficcional de su tiempo y realidad. En ningún momento de su historia se trató para la filosofía de formular “puntos de vista sobre el tiempo”. Esto es periodismo, literatura. La filosofía comienza con negarse a ser un asunto de punto de vista. Ella sobrepasa a la literatura y al periodismo.

De acuerdo a su autocomprensión esto implica sobrepasar los particularismos reactivos y, a menudo, reaccionarios de las opiniones y las economías de intereses. Este es el universalismo filosófico que uno entiende mal cuando no comprende que la violencia de este universalismo se opone a la violencia del relativismo como afirmación, y no como prueba, opinión o ideal, o como interrogación de la certeza de la prueba y de la opinión. El universalismo filosófico no tiene nada en qué apoyarse. Quiere asir lo inasible. Defiende este no ser propietario como su única posesión. El sujeto que no es propietario es sujeto de auto-aceleración. Auto-aceleración es auto-deslimitación. El sujeto de la auto-aceleración toma contacto con la inocencia, la inconmensurabilidad y la ‘invivibilidad’de la vida. La ‘invivibilidad’ de la vida quiere decir su carácter contingente, su arbitrariedad ontológica. En la apertura a esta arbitrariedad el sujeto es, por primera vez, libre. Si la desaceleración acelerara al sujeto más allá de la coerción a acelerar en el sentido de la eficiencia capitalista (un concepto de eficiencia sin coraje y muy reducido), podría tomar la forma de auto-aceleración del sujeto, impidiendo que se rinda a las exigencias de las economías de los hechos. Esta es la paradoja de la experiencia de la auto-aceleración: el manifiestarle al sujeto, al mismo tiempo, su libertad y su no-libertad. Porque no soy libre, soy libre. En el espacio de mi no-libertad queda todo por hacer.

La autoafirmación del sujeto requiere un tipo de coraje que es coraje de enderazamiento en la no-libertad real. La pregunta de la vida permanece unida a la pregunta de la ‘vivibilidad’ de la vida, a la apertura del sujeto a la esfera de lo no-vivible, de tal modo que esta apertura, su afirmación, pueda valer como vida auténtica del sujeto. El sujeto vive al mismo tiempo que afirma su desubjetivación en una auto-afirmación continua. Ser sujeto significa perderse como sujeto, una y otra vez, permanentemente. Es propio del sujeto el que viva su vida como ‘contacto límite’ con la dimensión del afuera del sujeto, como experiencia límite de un sujeto vital que roza con el límite de su vida – con el infinito. El infinito, también esta es una de las lecciones fundamentales de Blanchot y Deleuze, no es la eternidad positivizada, teológica o religiosa. El infinito marca el límite de la simple positividad, sea la del presente de lo fáctico y la correlativa religiosidad de los hechos, o la de la presencia de un sentido transcendente. Estar relacionado con el infinito significa enfrentar la inconmensurabilidad de la vida, su crueldad e inocencia, su diferencia ontológica. (32)

¿Qué sería entonces una política del sujeto?  Sería una política que defiende, afirma y protege al sujeto en todos los registros – políticos, históricos, culturales, sociales, económicos – contra su cuestionamiento, es decir contra el desarme reductivo en relación, por un lado, con el orden de lo posible (la textura opcional) y, por el otro, con el orden de lo imposible como condición de posibilidad de la composibilidad de política y filosofía.

 

NOTAS


(1) Cf. Jacques Derrida, La voix et le phénomène, Paris : Puf 1967.

(2) El pensamiento occidental vive de la ilusión de la identidad y autosemejanza del sujeto humano. Siempre se trata de la pregunta “¿quién soy?”. Siempre se responde a esta pregunta prometiéndole al yo un hogar, una intimidad transcendental y una familiaridad consigo mismo. Y sin embargo se ve claramente que esta voluntad, este deseo y la ética que exige este tipo de auto-estabilidad en una identidad del yo o de sí mismo, tiene su origen en la catástrofe ontológica, es decir en el presentimiento y en el saber que no existe un sujeto idéntico. Tal vez exista algo así como un sujeto, pero éste no concuerda consigo mismo. El hombre “es inhóspito en su propia esencia”, dice Heidegger (Einführung in die Metaphysik, Tübingen 1987, p. 120). Es por esto que Deleuze, Derrida y otros no lo llaman “sujeto”. El sujeto llega a sí mismo o con retraso o prematuramente o con demora: “siempre retrasado o prematuro, en ambas direcciones al mismo tiempo, pero nunca a tiempo” dice Deleuze (Logik des Sinns, Frankfurt a.M. 1993, p. 107). Es el sujeto de la no-simultaneidad, de una cierta différance (Derrida), de una postergación o ‘diferendo’: no se corresponde consigo mismo. No concuerda consigo mismo, es un extranjero para sí mismo. Casi que no es un sujeto, si se entiende como tal al sujeto de la autoconciencia transcendental, al fundamentum inconcussum de Descartes, al sujeto transcendental de Kant, al concepto de Hegel y del idealismo alemán en general, que se autocomprende a sí mismo. El sujeto de la (auto-)alienación originaria, no añadida posteriormente, es un sujeto sin alojamiento transcendental, es sujeto del “sin-hogar transcendental”, sujeto sin subjetividad, ya que su subjetividad es el nombre de este sin.

(3) Giorgio Agamben, Die Sprache und derTod. Ein Seminar über den Ort der Negativität, Frankfurt a.M. 2007, p. 72.

(4) Ibid., p. 14, Nota

(5) Jacques Derrida, Politik der Freundschaft, Frankfurt a.M., 2000, p. 56 (Nota)

(6) Op. cit. p. 70.

(7) Gilles Deleuze / Félix Guattari, Was ist Philosophie?, Frankfurt a.M. 2000.

(8) Maurice Blanchot, Écrits politiques. Guerre d’Algérie, Mai 68, etc. 1958-1993, Paris 2003. Trad. alemana : M. Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, trad. M. Coelen, Zürich-Berlin 2007.

(9) Cf. M. Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit., p. 135.

(10) Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, B 405.

(11) Immanuel Kant, Kritik der reinen Vernunft, B 310s.

(12) Se concibe insuficientemente al concepto de ser humano si se lo limita a aquello que en él es comprensible – la razón, la moralidad – en lugar de tener en cuenta su incomprensibilidad, su apertura a una borrosidad que lleva al sujeto al borde de lo pensable. El sujeto describe un vacío el cual es el abismo de esta borrosidad. Aquello “que llamamos lo humano”, dice Lacan en el Seminario sobre ética, sería “aquello de lo real que sufre del significante” (J. Lacan, Die Ethik der Psychoanalyse, Das Seminar Buch VII, Weinheim / Berlin 1996, p. 154). Lo humano no se agota en el orden del significante, en la lógica de la razón. Resiste a su desaparición en el espacio simbólico. En lugar de asimilarse a los ‘humanistas de los hechos’ la humanidad del ser humano insiste fuera del mismo como figura social, política y cultural. Llamo “humanistas de los hechos” a aquellas ‘antropo-ontologías’ que definen al concepto de ser humano mediante la exclusión de la dimensión de lo “no-“ o de lo “in-humano”. Esta dimensión esboza el límite del espacio de los hechos incluyendo sus praxis definitorias de reducción del ser humano a “sí mismo” (a su “humanitas”, su “humanidad”, su “idea”), intentando adaptarlo a este espacio sin que ofrezca resistencia. El ser humano se transforma en un hecho en el mundo de los hechos en lugar de marcar el límite y agujereo de dicho mundo, es decir, su exceso.

(13) Piénsese en la primera frase del prólogo a la primera edición (1781) de la Crítica de la razón pura, el cual anticipa ya toda la dramaturgia ontológica del libro y sobre todo la dialéctica transcendental: “La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por preguntas que no puede rechazar por ser planteadas por la naturaleza misma de la razón, pero que tampoco puede responder porque sobrepasan toda capacidad de la razón humana."

(14) Cf. Maurice Blanchot, Le pas au-delà, Paris 1973.

(15) Cf. Marcus Steinweg, Subjektsingularitäten, Berlin 2004, y Behauptungsphilosophie, Berlin 2006.

(16) Jacques Derrida, Marx’ Gespenster. Der Staat der Schuld, die Trauerarbeit und die neue Internationale. Frankfurt a.M. 1996.

(17) Maurice Blanchot, Die uneingestehbare Gemeinschaft, Berlín 2007, p. 96.

(18) Michael Hardt / Antonio Negri, Empire. Die neue Weltordnung, Frankfurt / New York 2003.

(19) Maurice Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit. p. 158.

(20) Pero naturalmente es correcto hacer referencia a la reactividad de las declaraciones políticas de Blanchot en cuanto que ellas – es decir los textos compilados en los Écrits politiques – reaccionan a la actualidad política diaria. Lo hacen no sólo con respecto a su contenido sino también formalmente en cuanto que invierten su reactividad en favor de una actividad y afirmación universales y transgresoras. Cf. Martin Saar, Eine Frage der Politik. Zu Maurice Blanchots Écrits Politiques 1958-1993, conferencia en el coloquio Maurice Blanchot, Instituto de literatura comparada, JWGU, Frankfurt a.M., 13-14 de julio del 2007.

(21) Maurice Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit. p. 117.

(22) Theodor W. Adorno, Philosophische Terminologie, Vol. 2, Frankfurt a.M. 1974, p. 81 ss.

(23) El hombre, dice Heidegger (Einführung in die Metaphysik, Tübingen 1987, p. 120), es "en su esencia sin hogar". Es por eso también que Derrida y Deleuze tampoco lo llaman "sujeto". El sujeto llega a sí mismo muy tarde o muy temprano o se retrasa: "siempre atrasado o adelantado, en ambas direcciones al mismo tiempo, pero nunca a tiempo" dice Deleuze (Logik des Sinns, Frankfurt a.M. 1993, p. 107). Es sujeto de la no simultaneidad absoluta, sujeto de una cierta différance (Derrida), de una dilación irreductible y de un antagonismo. No se corresponde a si mismo ni se pone de acuerdo consigo mismo sino que es enajenado. Casi que no es un sujeto en cuanto se entienda por tal al sujeto de la autoconciencia transcendental del pensamiento moderno, al fundamentum inconcussum de Descartes, al sujeto transcendental de Kant, al concepto que luego se comprende a si mismo de Hegel y del idealismo alemán en general. El sujeto del (auto-)enajenamiento original, no posterior, es un sujeto sin alojamiento transcendental. Es sujeto del "sin albergue transcendental", sujeto sin subjetividad, puesto que su subjetividad es el nombre de este sin.


(24) Hans Blumenberg, Theorie der Unbegrifflichkeit, Frankfurt a.M. 2007, p. 17.

(25) Como ejemplo del extravío de este gesto que apuesta a lo por-venir y al nuevo comienzo se refiere Blanchot al saludo de Heidegger al nazismo como un aparente nuevo comienzo, pero cuya radicalidad destructora y característica del pequeño burgués le quedó oculta al “pequeño burgués radical” (Karl Löwith).

(26)  Maurice Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit., p. 178.

(27) ibid. p. 117.

(28) La metafísica de la esencia tradicional que define al sujeto humano, tomando como guía al sujeto de sustancia, experimentará en el pensamiento post-nietzscheano del siglo XX un cuestionamiento ruinoso. El ataque de Heidegger a las ontologías del ‘ser presente-a-la-mano’ (Vorhandenheitsontologien), así la fórmula de Sartre l’existence précède l’essence, son ejemplos de estos ataques a la tradición. En la actualidad Agamben insiste en el sujeto vacío de contenido como l’uomo senza contenuto. Para el ser humano vale lo que vale también para el artista en cuanto el sujeto es sujeto autopoiético, sujeto de auto-invención y autoerectio. En el desierto de su  no-sustancialidad e indefinición: “se encuentra en la paradójica situación de tener que encontrar su esencia justamente en lo no-esencial (non-essentiel), su contenido en la pura forma” (Giorgio Agamben, L’homme sans contenu, Paris 1995, p. 74). Esta es la situación ontológica del sujeto actualmente y desde siempre: Tener que darse una forma y una determinación porque es sujeto sin subjetividad, sujeto de libertad es decir sin determinación, sincara, sin identidad, sin nombre, sin contenido, desnudo.

(29) Maurice Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit., p. 311.

(30) Jacques Derrida, De l’esprit. Heidegger et la question, Paris 1987.

(31) Jacques Derrida, Schurken, Frankfurt a.M. 2003, p. 128. ¿ Qué pasaría si la verdad de la democracia fuera la ‚no-democracia’? ¿Si hubiese democracia sólo como apertura a la dimensión de su negación o exclusión? ¿Si la democracia tuviera que abrirse a la negatividad (o a la positividad), a un peligro o una amenaza, a lo absolutamente extraño e inconmensurable a fin de constituirse y afirmarse como medida y medida dominante? ¿Si a la democracia como sujeto y al sujeto de la democracia perteneciera el exceso, la auto-transgresión hacia un kratein (del dominio) del demos (del pueblo)? Democracia sería entonces algo que se acelera en dirección a su imposibilidad. Sería sólo la turbulencia y la inseguridad de un movimiento de agotamiento. Tendría que oponerse a la comodidad de un auto-encierre cómodo con el fin de afirmar esta oposición como la soberaneidad que le corresponde. La soberanía de la democracia, su esencia o ‘democraticidad’, podría consistir en la afirmación de aquello que más la inquieta y amenaza. La democracia no vería, en ningún momento, a la tranquilidad como su naturaleza. El sujeto de la democracia no disfrutaría en ningún momento de la auto-certeza de aquellos que están del “lado correcto” a fin de luchar por la “buena causa”. La democracia sería la impugnación, cuestionamiento y epoché de esta certeza. Ella sería una forma de escepticismo auto-afirmativo que renuncia tanto al lujo de la buena conciencia como a la arrogancia de ser la mala conciencia de otro. Sólo hay democracia más allá de la buena y mala conciencia, más allá de la categoría misma de conciencia.

(32) Ver por ejemplo: Maurice Blanchot, Politische Schriften 1958-1993, op.cit., p. 111 ss.

(33) Esto es lo que Marguerite Duras – a la que Blanchot se siente en muchas cosas infinitamente cerca – llama escribir, es decir mantener el contacto con esta indiferencia, apertura del sujeto escribiente a la inconmensurabilidad. Duras sabe que escribir significa afirmar la vida con su crueldad, violencia y hermosura. Amarla tal como es.


Última modificación: 23 de setiembre de 2009
 
 
     

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